Escribí este relato para el hijo de unos amigos, y
me entusiasmé tanto con la historia que surgió, que está en mis planes
continuar el relato
Primera parte: La preparación
Santos Chapanay
había nacido entre los cerros de la bella Mendoza, madre tierra de sus
ancestros huarpes millcayac, una dorada mañana de otoño. Era el hijo mayor de
Pedro y Eladia y tenía dos hermanos menores, una niña pura dulzura y un varón,
el pequeño de la familia, vivaz e inteligente.
Santos admiraba a
su padre, admiraba sus silencios profundos de pasar tiempo en las montañas,
arriando animales o guiando grupos, era el mejor baqueano de esos lugares,
conocía cada sendero, cada vericueto de la majestuosa cordillera, y él soñaba
con continuar la tradición. De su madre amaba su risa, y sus cantos en
millcayac cuando tejía las incomparables cestas impermeables, oficio heredado
de las mujeres de su pueblo.
El día que cumplió
siete años, su padre cumplió la promesa de llevarlo a una de sus faenas.
Salieron tempranísimo hacia las cercanías del Cerro Aconcagua, caminaron unas
cuantas horas, sorteando jarillas y matas de ajenjo y tomillo. Al llegar al pie
del cerro, se sentaron en un muro de pircas a descansar a orillas de la laguna
El Espejo, y comieron la vianda que les había preparado la madre la noche
anterior. Terminada la comida, el padre le pidió que se quedara por allí,
mientras que él iba a ascender por una
de las laderas a recoger unas piedras y algunas hierbas.
El tiempo de ese
día era agradable, sólo algunas nubes blancas y altas formaban escenas en un
cielo turquesa, Santos empezó rodear la laguna, tirando piedritas, disfrutando
las figuras que formaban al chocar con el agua. De pronto empezó a ver en la
superficie de la laguna un brillo dorado, por momentos iridiscente que
bailoteaba en el agua; en un primer momento no reaccionó, sólo miraba, hasta
que pudo darse cuenta que era un reflejo de algo que estaba detrás de él.
Inmediatamente giró su cabeza hacia la derecha, y vio una enorme vara de madera
que emitía luces doradas y plateadas, no tuvo tiempo a reaccionar, porque en
cuanto pudo enfocar su mirada en la vara, delante de él se materializó un ser
muy alto y delgado, de pelo blanco y largo que llevaba una túnica blanca con
guardas andinas y sostenía la vara con mano izquierda.
El niño quedó
petrificado de susto, sus pensamientos corrían a mil pero su boca no lograba
emitir ningún sonido... ¿escucharía su
padre el pedido de ayuda si él gritaba?
El extraño hombre
permaneció quieto donde se había aparecido y le sonrió. Desde su pecho comenzó
a irradiar unas lucecitas muy tenues rosadas, doradas y azulinas; esa energía
comenzó a serenar a Santos y entonces le devolvió la sonrisa al señor.
El hombre le
habló, su voz sonó suave pero potente, profunda y musical:
- Querido Santos,
te hemos conocido y acompañado desde el mismo momento que llegaste al vientre
de tu madre, tienes una misión muy poderosa e importante que cumplir en este
planeta, nosotros, los Guardianes de Isidris, la ciudad intraterrena de esta
zona, velamos por ti y te prepararemos para que puedas cumplirla exitosamente.
El día que cumplas catorce años, nos encontraremos nuevamente aquí y te daré
las primeras instrucciones. Mientras tanto, acompaña a tu padre en sus faenas,
aprende el oficio de cestería de tu
madre, contágiate de la dulzura de tu hermana y la vivacidad de tu hermano
pequeño, todos serán muy útiles para ti cuando tengas que emprender tu misión.
Y tal como había
aparecido, se desmaterializó frente a los ojos de Santos, dejándolo asombrado,
lleno de preguntas pero con la serena certeza de que ése era su camino de vida.
Cuando regresó su
padre, lo encontró tal como lo había dejado. Emprendieron juntos el regreso a
casa.
Transcurrieron los
años, Santos tuvo muy presente las palabras del Guardián y se ocupó de hacer lo
que le había indicado. El día que cumplió los catorce, ya no tuvo que ir con su
padre, sabía moverse solo por la montaña, conocía todos los senderos y
escondrijos para llegar a la laguna, y hacia allí marchó. Tal como había
ocurrido en el encuentro anterior, el Guardián se apareció de la nada y se paró
de frente al muchacho, lo saludó con una paternal sonrisa y le agradeció que
hubiera cumplido con su palabra. Lo invitó a sentarse frente al lago y observar
el reflejo de los cerros en el agua. Unos cuantos minutos estuvieron en
silencio, uno al lado del otro con la mirada fija en el agua, hasta que el
hombre finalmente habló:
- Hoy te revelaré
cuál es la misión que tienes que cumplir, pero no lo harás hasta que cumplas
los veintiuno, mientras tanto nos encontraremos todos los años el día de tu
cumpleaños, y en cada año te daré un trabajo que tendrás que hacer para tu
preparación.
Santos lo
escuchaba atentamente, sin decir palabra, pero la intriga invadía su ser, ¿cuál
sería esa misión que llevaba tantos años de preparación? El hombre continuó
hablando:
- Estas montañas
guardan en sus rocas la historia de todos los hombres y mujeres que han vivido
en estas tierras desde su creación, nuestra misión es custodiarlas, la tuya
será llevar esa información al Templo central de la Tierra que se encuentra en
el Himalaya, en Asia, y guardarla allí junto a la de todos los lugares del
planeta. Tu primer trabajo será tejer un cesto lo suficientemente resistente
para trasladar las piedras, pero muy cómodo como para cargarlo en tan largo
viaje.
Año tras año,
durante los siete hasta llegar a los veintiuno, Santos y el Guardián de Isidris
se encontraron a orillas de la laguna El Espejo. En cada oportunidad, el
muchacho mostraba el resultado de su trabajo anual y se llevaba una nueva
tarea. El día que cumplió los veinte, llegó a la cita con el rostro contraído y
preocupado, si bien había cumplido con el desafío de ese año, algo lo
inquietaba y decidió contárselo a su ya amigo.
Se había enamorado
de una muchacha del lugar, Eloísa Llaucuma, hermosa joven que se había
transformado en su mejor compañía y cuyo mayor deseo era casarse con él y
formar una familia. Santos se debatía entre estar junto a Eloísa o realizar el
viaje hacia el Himalaya.
El hombre le dijo,
que si ella era la pareja que le correspondía en esta vida, aunque miles de
kilómetros y años los separaran,
estarían juntos, formarían la familia soñada, y él se sentiría libre porque no
tendría reproches por hacerse ya que la misión encomendada estaría cumplida.
Santos marchó con
su tarea anual pero también con la pesadumbre de cómo decirle a Eloísa que
tendría que marcharse.
El día de su
cumpleaños número 21, Santos acudió a la cita, tenía claro que debía
cumplir la misión encomendada. En todos
los años de preparación y enseñanzas de los Guardianes de Isidris, había podido
comprender la magnitud de la misma y la tremenda importancia que tenía para
toda la humanidad y el planeta, sin embargo su corazón enamorado sufría por la
separación de Eloísa.
Su amigo se apareció como siempre, destellando luces,
traía consigo tres piedras, una con forma piramidal, otra espiralada y la
tercera cúbica. Saludó a Santos afectuosamente y le entregó las piedras al
joven, le indicó que las guardara en el cesto que había tejido años atrás y le
dio las instrucciones para su viaje.
Tenía que
encontrar la manera de llegar a la India, allí se alojaría en un ashram de
monjes tibetanos situado cerca de Darjeeling, ellos lo prepararían para poder
llegar al templo en el Himalaya y entregar las piedras con la información.
Cuando completara la misión encomendada estaría listo para formar la familia
con Eloísa y además, se le revelaría el secreto de cómo entrar a Isidris,
Recibidas todas
las instrucciones, Santos se abrazó con el Guardián e inició su camino…
CONTINUARÁ
Imágenes tomada de la web.
Retrato en acrílico ‘Joven huarpe con
manzanas’ de Carlos Andrés Ísola -
Argentina